
Popayán, Cauca. 23 de mayo de 2025. @AgenciaTierras.
El canto de los gallos y el aroma del café la despertaron.
—Son la cuatro de la mañana y Aurelio ya está en la cocina —se dijo en voz baja Aidé Oloya, y procede a sentarse al borde de la cama. Ahora estira los brazos, cierra los ojos y escucha el ruido de siempre: la corriente del Cauca, que fluye presurosa hacia el norte.
En esta madrugada fría, la neblina ronda su finca —que limita con la ribera del río— en Las Mercedes, vereda de Poyayán, como si se tratara de un manto moviéndose. Va a la cocina, se sienta, toma tinto y le dice a su esposo que deben ser revisados los productos.
—Que estén bien empacados.
—Sí, señora —le contesta su compañero de vida, a quien siempre llama a secas Aurelio.
Las cosechas que venden, las transportan en motos hasta la casa de un vecino, para luego tomar la chiva que, por carretera destapada, los lleva a Popayán. Son dos horas de viaje.
Sentada en la chiva se acurruca junto a su esposo para soportar el frío de la mañana, y el sol aún se resiste a asomarse al fondo del horizonte. Pero como es viernes, día de mercado y de Feria de la Cosecha, Aidé hace un esfuerzo por esquivar el clima.

Un pasado de vaivenes
En La Arboleda, corregimiento del municipio de Mercaderes, sur del Cauca, la pareja vivía en la casa de un cuñado. Madrugaban para ir al trabajo.
—Cuando había —cuenta mientras avanza el vehículo.
Desyerbaban, trabajaban en las fincas donde los emplearan. Era la década del 90.
Pero antes de salir, Aidé alistaba a Blanca, la hija ‘mayor’, que ya cursaba primaria, y a los dos más pequeños, Marina y Jesús, los tenía que dejar solos en casa.
Si había buen trabajo para su esposo, ella se dedicaba a oficios de la cocina. Y los fines de semana y días de fiesta, preparaba chicha de maíz, empanadas y chorizos, y los vendía en el corregimiento.
Doña Ofelia, vecina de La Arboleda, trabajadora y solidaria, un día le dijo que en la casa comunal había una reunión para tratar temas de campesinos. La invitó y Aidé aceptó.
—Desde ese momento cambió mi vida.
Y cambio porque asumió que, unidos como comunidad, podían resistir, resistir los atropellos de la historia que les había tocado: un conflicto armado azaroso y un Estado ausente.
Conocieron otra familia, la de los luchadores por la tierra. Desde ese momento nunca faltó a un llamado de los compañeros. Para asistir a las movilizaciones, se repartían las cargas: Aurelio se quedaba en casa o trabajando y ella participaba en las jornadas de lucha. Aidé Oyola y su familia terminaron vinculándose al Comité de Integración del Macizo Colombiano (Cima).
—La jornada de El Estrecho, en Patía, por allá en el 99, fue muy dura —dice.
Las comunidades bloquearon la vía Popayán-Pasto y llegó la fuerza pública. Hubo gases, mucha gente golpeada y detenidos. Con varias de sus compañeras, recibió ayuda de vecinos del lugar. Hubo negociación y el Cima, que había nacido ocho años antes, firmó compromisos que incluían predios para campesinos, lo que siempre habían querido: tierra propia para vivir y cosechar.
Pero pasaron 25 años y la tierra nunca llegó, hasta que en 2024, la espera de Aidé y su familia recibió respuesta: un predio de 11 hectáreas en Las Mercedes, allá donde ahora viven, les fue entregado por la Agencia Nacional de Tierras —ANT—. Lo que antes fue un sueño desvanecido, una utopía pese a la lucha, hoy es realidad.
Feria de la Cosecha
Son las siete de la mañana y la chiva llega a la Plazoleta San Francisco, donde es la Feria de la Cosecha, organizada por el Cima. Es allí donde venderán los productos que, día a día, cultivan en esa tierra, su tierra, allá en Las Mercedes, a orillas del Cauca, el predio que ya les pertenece.
Sus productos son cien por ciento agroecológicos —sin ninguna clase de químicos—, de ahí el nombre del lugar que habitan: Finca de Referencia Agroambiental El Encanto. Por el momento, su principal sustento es el café, pero también cultivan frutas y verduras. Cuidan el agua, el bosque y la fauna, que es muy diversa en la vereda.
Buscando un valor agregado a lo que hacen, transforman algunos de sus productos. La arracacha la muelen y la venden en polvo, lo mismo el achiote, la cúrcuma, el cilantro y el perejil. También tienen apiarios, y comercializan la miel de abejas. Todo eso, con un sello imborrable:
—Sembrado en tierra propia —dice Aidé.
Mientras va desempacando sus productos en la Feria, sonríe. Sabe que fueron muchos años de lucha. Ya no ‘jornalean’ para otros, como lo hicieron durante muchos años, ahora trabajan para ellos mismos, para su familia.
La tierra —su tierra— les da el sustento y les confirma, como a miles de campesinos en Colombia con lo que está haciendo el Gobierno de turno, que tenerla en propiedad sí cambia la vida.